Título: Cuando me gustaba el fútbol
Autor: Raúl Pérez Torres
Enlace: http://www.flacsoandes.edu.ec/libros/104661-opac
Yo bajaba con Oswaldo por la Avenida América, rodando la pelota con pases largos de vereda a vereda, cuando mamá salió a la ventana de la casa y me llamó a gritos. Me paré en seco mirando cómo la pelota se iba solita, sin nadie que la detuviera, que la acariciara, como lo hacía yo con mis zapatos de caucho ennegrecidos y rotos. Oswaldo estupefacto por un momento, corrió luego tras ella y yo regresé donde mamá, limpiándome las manos en el pantalón.
Mi vieja, enfadada y marchita, llena de grandes surcos sus mejillas, me habló de la misma manera que hablan todas las madres pobres, me recriminó mi suciedad, mi vagancia y ese juego maldito que destruía mis zapatos y dejaba mi ropa "hecho sendales".
Luego llevándome al comedor me dijo "desclava ese cuadro de la pared y límpialo porque debes ir a empeñarlo".
Me dediqué por entero a esta labor y Oswaldo me ayudaba, tratando de sacarle el mejor brillo con el trapo que utilizaba mamá para limpiar los cubiertos (que casi siempre estaban limpios). Era un cuadro plateado de la Divina Cena tallado a mano. Despreciaba ese cuadro, siempre lo había mirado desde mi silla con esa muerta benevolencia que no servía para nada, con el tipo de barbas largas sentado en la mitad de una mesa enorme y los doce más mirando nuestro almuerzo de caras macilentas y sopa de fideo. Oswaldo me dijo: "hay que jalarle las barbas a éste" y yo me reí buscando en su actitud esa sombra protectora de la amistad, pero luego me puse triste y con ganas de decir puta madre, porque me daba pena ver cómo poco a poco nos íbamos quedando sin nada, primero el radio, luego la vajilla que le regalaron a Micaela cuando se casó, el despertador de Julia, el abrigo que Manolo heredó de papá, el prendedor que le regaló el tío Alonso a mamá cuando regresó de España, los libros de medicina de cuando el ñaño estudiaba y así todo, y también estaba eso de que podía verme Gabriela en el momento de entrar a la casa de empeño de don Carlos, como ya me había visto otras veces. Por eso y por mucho más estaba triste. Pero Oswaldo me dijo que me acompañaría y además recordé que el cuadro no me gustaba y que ahora
podría comer en paz, mirando las paredes vacías y las telas de araña que siempre me produjeron una extraña fascinación.
Guardamos la pelota en la red que Micaela tejió cuando estaba en cinta y bajamos a lo de don Carlos.
Quedaba en el primer piso de la casa de Gabriela, había que atravesar un zaguán largo y embaldosado. Yo procuraba no topar las baldosas negras y caminaba en puntillas. Siempre que no tocaba las baldosas negras don Carlos me recibía afectuosamente y decía: "veamos, veamos, qué me traes ahora condenado" .Al final habían dos puertas cerradas y despintadas, con mucha mugre, y manoseo, con el timbre a un lado (todas las veces que tocaba ese timbre me daban ganas de orinar), se abría sigilosamente una puerta corrediza pequeña y unos ojos chiquitos sin luz, escudriñaban a los lados de mi rostro, sin fijarse en mí, hasta que finalmente me miraba y decía con voz gangosa: "veamos, veamos, qué me traes ahora condenado".
Estiré el paquete y don Carlos preguntó:"¿qué es esto?", a la vez que abría el envoltorio con sus manos amarillas y temblorosas. Me desentendí del asunto y me puse a mirar tras suyo todo lo que mis ojos podían ver: medallones empolvados, chalinas de diferentes colores, radios, libros, máquinas de coser y de escribir, dos o tres biblias de enorme tamaño, un cofre de hueso, cobijas, un estuche de cuero, una espada, un título de abogado con marco de madera tallado, ternos de hombre, abrigos, todo ordenado y pegado con un papelito blanco. Pero el cuarto lleno de humo no me dejaba ver más allá, donde una bruma espesa se extendía como borrándolo, como debe ser la entrada al infierno, hasta que su voz ronca sonó en mi oído como cuerno y dijo; "esto no sirve, es pura lata" .Volví mi cabeza desamparada hacia Oswaldo que estaba escondido inclinado tras la puerta y él me hizo una seña impaciente frunciendo las cejas y agitando las manos, indicándome que insista, entonces yo mientras bailoteaba desesperadamente en mi puesto, frotándome las piernas, le dije: "es nuevo, el tío nos trajo de Roma".
Don Carlos pasaba el dedo por los apóstoles y mascullaba algo entre dientes, luego prendió un foco y se iluminó el cuarto con miles de reflejos dorados que por simple coincidencia venían a estrellarse contra mis ojos, al rato dijo: "cuánto", yo respondí: "cien, mamá lo sacará a fin de mes". Don Carlos lanzó una risotada y gritó: "ni comprado, ni que estuvieran vivos". Tragué saliva y respondí: "cuánto ofrece" y me sentí como esas mujeres que vendían verduras en el mercado del barrio. Don Carlos fue a su escritorio y sacó dos billetes de a veinte, diciéndome: "toma esto condenado para que no te vayas con las manos vacías, firma aquí" y me señaló el libro azul con la pasta rota. Firmé y recogí los dos papeles y sentí un profundo resentimiento con mamá, con Oswaldo, con don Carlos y con esos viejos plateados de la Divina Cena. Cuando me retiraba, don Carlos me gritó: "espera la contraseña" y me lanzó un recibo que lo doblé y guardé en el bolsillo de la camisa junto con los billetes, pensando en que ya teníamos para otro día de comida.
Antes de salir pedí a Oswaldo que saliera primero y me avisara si Gabriela estaba en la ventana. Oswaldo salió alegre, pateando la pelota y luego me hizo unas señas que yo no entendí bien. Cuando salí, la voz inconfundible de Gabriela me gritó: ''Chino", pero yo acalambrado hasta los talones me lancé contra Oswaldo, le quité la pelota y corrí con todas mis fuerzas. En la esquina de
la Panamá cambié un billete y compré un helado y dos delicados. Allí le esperé a Oswaldo, pero no apareció; entonces empecé a subir a la casa pateando las piedras y aplastando las pepitas de capulí que encontraba en la calle, ese sonido me producía una dulce satisfacción en las plantas de los pies y en el oído.
Cerca de la casa me encontré con la jorga del flaco Daría, todos estaban en rueda, tecniqueando con una cáscara de naranja. Me quedé viéndoles hasta que se acercó el Chivolo Sáenz y me dijo: "Chino, juguemos un partidito", yo me iba a negar pensando en que mamá me estaría esperando para tomar café y comprar la leche de la mamadera del hijo de Micaela, pero el flaco vino por atrás y me hizo soltar la pelota, así que decidí irme con ellos diciéndome: "qué carajo , que esperen".
Había una canchita frente a la Escuela Espejo. Allí jugaba yo siempre al salir de la escuela, en el tiempo en que asistía, pero desde que murió papá ya no volví porque mamá me dijo que era preciso que la acompañara, que se sentía muy sola y triste y que yo era su único halago, pero ahora sé que no fue por eso, sino que necesitaba a alguien a quien insultar, a quien mandar a los empeños, a quien enviar a la tienda a fiar el pan de la tarde. Pero en la cancha me olvidaba de todo y le daba a la pelota más que ninguno, tal vez sólo por eso gozaba de un pequeñí simo respeto, como ahora en que el flaco me decía : "Chino, haz vos el partido" y yo meditaba , me daba aires, miraba a todos, uno por uno, y decía serio: "vos Chivolo acá, vos Patitas allá".
Ellos metieron el primer gol. Nos sacamos las camisetas y entonces sí se distinguía más. Yo me entendía bien con Perico pero más con Oswaldo, lástima que Oswaldo no estuviera porque sino era goleada. De todas maneras ganamos un partido y suspendimos el otro porque casi ya no se veía y decidimos pararlo para continuar al otro día.
Cuando fui a ponerme la camisa, ésta había desaparecido. Comencé a buscarla primero con una risa nerviosa, luego angustiado y luego con lágrimas en los ojos, pero la camisa nada. Todos empezaron a abandonarme. Se me abrió un abismo oscuro, largo, de donde salía mamá, Micaela, su hijo, Oswaldo, papá, el profesor, los zapatos de caucho, don Carlos, Gabriela, los apóstoles.
Seguí buscando por horas, debajo de las piedras con las que señalábamos el gol, tras de los árboles, bajo las yerbas, fui a la tienda y rogué que me prestaran una esperma y seguí buscando, con el dorso desnudo, empapado en lágrimas, tras de las matas de chilca, en el tapial, al otro lado de la cancha.
Ya muy entrada la noche, desolado y vencido, lleno de frío y miedo me dije: "bueno, Chino, que mierda" y me llené de tristeza. De la misma tristeza que tenía mamá cuando perdió a papá.
Ahora estoy en la estación esperando que pase Oswaldo y el negro Bejarano a ver si nos vamos a Guayaquil para embarcarnos.
Título: Viejo con árbol
Autor: Roberto Fontanarrosa
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A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía —alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi —tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada? —ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo— ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá —bromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha -casi a desgano, aprovechando para desperezarse- cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No y sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado. Música y dijo después, mirándolo de nuevo.
—¿Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales -se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba-. Bueno... Eso, eso es la escultura...
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable. —Y vea usted a ese delantero... —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente
los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, seña señalándolo.
—Y eso... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—...Eso es el fútbol.
Título: Memorias de un wing derecho
Autor: Roberto Fontanarrosa
Enlace: https://melhorliteratura.files.wordpress.com/2014/12/memorias-de-un-wing-derecho.pdf
Y aquí estoy. Como siempre. Bien tirado contra la raya.
Abriendo la cancha. Y eso no me enseño nadie. Son cosas que uno ya sabe solo. Y meter centros o ponerle al arco como venga. Para eso son wines. No me vengan con eso de wing “ventilador” o wing “mentiroso” o las pelotas. Arriba y contra la raya.
Abriendo la cancha para que no se amontonen los forwards en el medio. Nada de andar bajando a ayudar al marcador de punta ni nada de eso. Si el marcador de punta no puede con el wing de él... ¿para qué m... juega de marcador de punta? Lo que pasa es que ahora cualquier mocoso le sale con esas teorías nuevas y nuevas formas de juego o te viene con la “holandesa” o la brasileña y otras estupideces.
¡Por favor! El fútbol es uno solo y a mí no me saca de la formación clásica: el arquero bien parado en la raya y atento. Por ahí escucho decir que Gatti juega por toda el área o sale hasta el medio de la cancha... Y bueno, así le va. Yo al arquero lo quiero paradito en su arco y nada más. Para eso es arquero. Después una línea de tres. Después otra de cinco. Y arriba que nos dejen a nosotros tres. Más de veinte años hace que jugamos así y nos hemos podrido de hacer goles. De a siete hacemos. Yo ya debo llevar como 6.800. Yo solo... ¡Después me dicen de Pelé! O arman tanto despelote porque Maradona hizo cien. Cien yo hago en una temporada. Y en verano, cuando los pibes se quedan en el club como hasta las dos de la matina, me atrevo a hacer cuarenta, cincuenta goles por semana. Cuarenta, cincuenta. Yo solo... Maradona... ¡Por favor! Y eso para no hablar del centrofoward nuestro, debe llevar más de 12.000 goles por debajo de las patas... Y...¡el tipo está ahí! donde deben estar los centrofoward. En la boca del arco. En el área chica. Pelota que recibe, ¡Pum! adentro. A cobrar. Y ojo, que el nueve de los de Boca no es maño tampoco. Es el mismo estilo que el nuestro. Siempre ahí: en la troya. Adonde están los japoneses. ¡Nos ha amargado más
de un partido, eh! Yo no he visto los goles que nos ha hecho pero escucho los gritos y el ruido de la pelota adentro del arco.
Le da con un fierro el guacho. Pero, claro, tiene dos wines que son dos salames. Por ahí si jugara al lado mío él también habría hecho como 12.000 goles. ¡Si le habré servido goles al nueve! ¡Si le habré servido goles! Me acuerdo el día del debut. Le estoy hablando de hace 25 años, 25 años, un cuarto de siglo. Sacaron la lona que cubría la cancha y le juro que nos encegueció la luz. Un solazo bárbaro. Yo casi no podía ver por el resplandor en las camisetas, especialmente en las nuestras. Claro, por el blanco. Las bandas rojas parecían fuego. No como ahora, que está saltando todo el esmalte y se ve el plomo. O el piso, del verde ya no queda casi nada. ¡Cómo está ésta cancha! ¡Qué lástima! Qué poco cuidada está. Pero bueno, ese día fue algo inolvidable. Era domingo al mediodía y se ve que los muchachos estaban alborotados porque esa tarde jugaban River y Boca en el Monumental y ellos se habían reunido en el club para irse todos juntos en el camión para el partido. ¡Huy, lo que era ese día! Y claro, llegaron ahí y se encontraron con que la Comisión Directiva había comprado el metegol.
Yo había escuchado desde abajo de la lona que pensaban inaugurarlo esa noche cuando los socios se juntaban en la sede social a comentar los partidos o tomarse un fernet antes de cenar. Pero... ¡qué!... apenas los muchachos vieron el metegol al lado de la cancha de básquet ni siquiera se molestaron en meterlo adentro.
¡Además, esto es pesado, eh! No sé cuántos kilos debe pesar esto, pero es pesado. Puro fierro, de las cosas que se hacían antes. Bueno, ahí nomás lo destaparon y se armó el partido. Yo calculo, calculo, que había de haber entre 20 y 25 personas viendo el partido. ¡No menos, eh! No menos. Una multitud. Y había apuestas y todo. Le digo que calculo que había esa gente porque yo ni miré para arriba, le juro, no me atrevía a levantar la vista del cagazo que tenía. Le juro. Uno escuchaba bramar esa tribuna y temblaba.
¡Qué cosa inolvidable! Nosotros, los tres de adelante, tuvimos suerte porque el tipo que nos manejaba se ve que sabía. Yo apenas sentí que se movía, dije: “Hoy vamos a andar bien”, porque también es importante el tipo que a uno le toque para manejarlo. Usted podrá tener condiciones, es más, podrá ser un fenómeno, pero si el que está afuera es un queso, va muerto. Y yo le digo, ahora, con experiencia, yo apenas noto cómo el tipo me mueve ya me doy cuenta si conoce o no. Es una cuestión de experiencia, nada más. No es que uno sea sabio. Escúcheme, usted ve un tipo cómo se para en la cancha y ya sabe cómo juega al fútbol. No tiene necesidad ni de verlo correr. ¡Por favor! Pero ese día se ve que el tipo conocía. No era ni improvisado ni uno que agarra la manija porque está aburrido y para matar el tiempo se juega un metegol. De esos que usted trata de ayudarlos, de darles una mano pero al final el que queda como un patadura es usted. Cuando el culpable es el que tiene la manija. Y usted los escucha gritar: “¡Qué tronco es el siete ese! ¡Qué animal el wing!”. Hay que aguantar cada cosa. ¡Por favor! Pero ese día no. Ese día tuve suerte, lo que es importante en un debut. Y más en un River-Boca. Usted sabe bien cómo son estos partidos. Un clásico es un clásico, digan lo que digan ahora yo ya tengo como 30.000 clásicos jugados y así y todo, le digo, todavía cuando escucho el pique de la primera pelota en la mitad de la cancha me pongo nervioso. Parece mentira. Es que son partidos muy parejos. Somos equipos que nos conocemos mucho. Pero aquél día tuvimos suerte, por lo menos los de adelante. De la mitad de la cancha para adelante la rompimos, la hacíamos de trapo. “Tachola”, me acuerdo que se llamaba el que tenía la manija. Me acuerdo porque le gritaban permanentemente y además porque durante cuatro años vuelta a vuelta venía al club y jugaba. ¡Cómo sabía ese tipo! Lo arruinó la bebida.
Cuando llegaba en pedo yo me daba cuenta porque nos hacía hacer molinetes y cada cagada que ni le cuento. Un día me hizo hacer un molinete y yo cacé un chute que la pelota saltó del metegol e hizo sonar un vaso. Me quería hacer pagar a mí el desgraciado. Pero cuando estaba sobrio era un león. Y ese día la gasté. En la defensa no andábamos tan bien porque el que manejaba a los tres era un salame. Un paspado. Pero con los de adelante bastaba.
No hay mejor defensa que un buen ataque, mi amigo, eso lo sabe cualquiera. ¡Por favor! Ahora se meten todos abajo. Están locos, tres pepas hice ese día. Y las otras tres se las serví al nueve, al morochón. Y no tenía bigotes. Lo que pasa es que algún mocoso se los pintó con birome para que se pareciera a Luque. Un gol, me acuerdo, un gol, la bola rebotó en el corner y se me vino. Ibamos perdiendo uno a cero, porque ¡ojo! habíamos arrancado perdiendo, y la hinchada bramaba. La puse debajo de la suela y casi la astillo. La empecé a pisar y me la traje despacito para el medio. El nueve se fue para la izquierda y el once también, para abrirme un buco. Yo la masé y un par de veces amagué el puntazo, pero el fullback me tapaba el tiro y no veía ángulo para el taponazo. Le cuento que yo no le hago asco a patear y cuando veo luz le sacudo. A mí no me vengan con boludeces. Pero el rubio que me marcaba me tapaba bien. Entonces yo agarro y la engancho de nuevo para afuera, para mi lado, como para meterle un derechazo cruzado, al segundo palo, a la ratonera. ¡Si habré hecho goles así! Y cuando el rubio me sigue para taparme y el arquero cubre el primer palo, de revés nomás, cortita, la toco para el medio. Y el nueve, sin pararla ché, le puso semejante quema que abolló la chapa del fondo del arco. ¡Qué golazo! ¡Lo que fue eso! Yo lo había escuchado al negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha y ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro, que me grita: “¡Ah!”. Y se la toqué. Lo mató al Negro. Lo mató. La hacemos siempre a ésa. Diga que ya nos conocen. ¡Qué partido fue ése! Y para esta noche tenemos uno lindo. Si es que vienen los muchachos. Porque los escuché decir que iban a las maquinitas. Siempre hablan de las maquinitas. Vaya a saber qué es eso. Acá una vez al club trajeron una. Yo siempre escuchaba unos ruidos raros, unas cosas como “pluic” “plinc”, “clun” y unas sacudidas. Unas luces. Pero después no lo sentí más. Dicen que se le jodió algo adentro a la máquina, algún fusible y nunca hay guita para comprarlo. Son máquinas delicadas. De ésas que hacen los yanquis. Por eso los muchachos siempre vuelven. Porque el fútbol es el fútbol. Esa es la única verdad. ¡Qué me vienen con esas cosas! Son modas que se ponen de moda y después pasan. El fútbol es el fútbol, viejo. El fútbol. La única verdad.
¡Por favor!
Título: La bici rosa
Autora: Anika Jiménez
Enlace: http://vueltalasultana.blogspot.com/
Rosa y con cesta. Así quería Estrellita su bici, toda rosa, con lacitos en el manillar y una cesta delantera donde ir guardando sus tesoros en bolsitas de plástico. Ya se imaginaba ella pedaleando por el camino del cementerio, el más arreglado del pueblo, tocando su timbre para apartar a los gatos curiosos, saludando a sus amigas, con la sonrisa del triunfo reflejada en su carita de niña buena, que diría: “ésta bici es mía, sólo mía “. Pero todos pensaban que no merecía la pena y la bici nunca llegó.
Hasta hoy.
Quince años después.
Estrella Dorado Luna, primera mujer medallista en velocidad pasea su bici rosa por las pistas de los estadios. No tiene cesta, ni timbre, pero sí un lacito, rosa también, el que adorna con un bonito trenzado su pierna ortopédica.
Cabezona , “la estrellita”.