Autor: Alejandro Martínez
La ubicuidad de la publicidad hace que
generalmente no reparemos en su efecto y en lo que significa para el orden de
las cosas. A lo mucho consideramos sus mensajes como una molestia menor y
zappeamos o bloqueamos instintivamente sus imágenes cuando navegamos por
Internet o vamos por un horizonte urbano. Pero seamos consciente o no de su
presencia, esta se filtra a lo más profundo de la psique colectiva e influye en
el mundo que habitamos.
La era de los medios masivos de comunicación es
también, indisociablemente, la era de la publicidad. Ya que la publicidad, una
industria anual de medio billón de dólares, fondea la comunicación en todo el
mundo, la información está en buena medida determinada por las grandes
corporaciones que inyectan miles de millones de dólares a los consorcios
mediáticos. Recordemos que en el sentido más básico la información es lo que
programa nuestra realidad. Ahora bien, la publicidad sirve a una serie de
intereses, el principal de ellos: la propagación de un estilo de vida.
Uno de los padres de la publicidad fue Ed Bernays
(sobrino de Sigmund Freud), para quien la publicidad es un eufemismo de la
propaganda (después de Goebbels este término fue relegado justamente como una
estrategia de marketing de la misma publicidad). Bernays desarrolló una serie
de conceptos que marcarían el destino de la publicidad, entre ellos el de
“ingeniería del consenso” o “empoderamiento a través del consumo”,
implementando el modus operandi fundamental de la asociación de un
producto con el inconsciente (algo que tal vez aprendió de su ilustre tío).
Actualmente, gracias a Bernays y a otros más, la publicidad es la propaganda
del consumismo por todos los medios posibles. Más allá de un mensaje puntual de
tal o cual producto, la publicidad promueve siempre el consumo y esto es algo
que tiene serias consecuencias en el individuo y el planeta.
El profesor Justin Lewis, de la Universidad de
Cardiff, ha escrito un notable ensayo sobre los peligros de la publicidad en el
mundo actual, haciendo hincapié en que podemos estar acercándonos al punto en
el que la publicidad se convierta en un serio peligro para el planeta.
Lewis advierte que la publicidad es el género principal
de TV que vemos. Un espectador británico ve en promedio 48 comerciales de
televisión al día; en Estados Unidos una persona se expone a 25 mil comerciales
año. En Australia una tercera parte del tiempo de TV es publicidad; en Estados
Unidos la cifra se acerca al 40%. Y si bien muchos de nosotros nos sentimos
inmunes a la publicidad, ya que supuestamente tenemos criterio y somos
analíticos, numerosos estudios muestran que el cine y la televisión penetran
nuestro inconsciente afectándonos de diversas formas.
La multimillonaria industria de la publicidad
sabe que para ser efectiva debe de emplear una serie de trucos o técnicas de
persuasión, y para eso paga sueldos astronómicos a las personas más
"creativas" del planeta —convirtiéndose en una especie de calamar
vampiro de la creatividad. Algunas de las mentes que podrían ser las mejores de
nuestra generación (si tan solo abandonaran la industria del marketing y la
publicidad) queman sus neuronas buscando la manera de engañar a las personas
para que compren un producto. De manera algo deleznable, en los rascacielos de
las grandes urbes del mundo puedes ver a un grupo de creativos tomando LSD para
invocar una "gran idea" que haga a tal candidato obtener más votos, o
fumando marihuana o quizás sirviéndose una "cuba" o un whiskey de su
minibar para pensar en algo que te haga desear (sin saber por qué) comprar más
Coca-Colas. Y así sucesivamente mucha de la energía creativa de nuestro
mundo se consume en un loop de circuito cerrado alimentando a la sociedad consumo.
Esto sin contar que la mayoría del presupuesto que se destina a la producción
de comerciales es inmensamente superior al presupuesto que se tiene para obras
de creación artística, científica o educativa.
Mientras tanto, de manera taimada o solo ingenua
asumimos que la industria publicitaria es esencialmente apolítica.
«La publicidad podrá ser individualmente
inocente, pero colectivamente es el ala propagandística de la ideología
consumista. La moral de las miles de diferentes historias que cuenta es que la
única forma de asegurar el placer, la popularidad, la seguridad, la felicidad o
la prosperidad es a través de comprar más; más consumo sin importar lo que ya
tenemos», escribe el profesor Lewis.
Este mensaje que hace del santo grial de nuestra
existencia una serie de productos que de alguna forma —si tenemos suficientes—
nos harán cumplir nuestros sueños, aquello que vemos en las personas que
aparecen en la TV y en las películas, es evidentemente una enorme falacia. Como
indica Lewis, existen estudios que claramente marcan que no hay una conexión
entre el volumen de objetos de consumo que una persona acumula y su bienestar.
No solo no necesitamos un gadget o un nuevo cosmético para sobrevivir en un
plano material ni en uno emocional, sino todo lo contrario: los objetos de
consumo son muchas veces lo que nos permite no enfrentarnos con nuestra
emociones, sumiéndolas en un plano inconsciente.
«La investigación muestra que una caminata en el
parque, la interacción social o el trabajo como voluntarios hará más por
nuestro bienestar que cualquier cantidad de "terapia de compras". La
publicidad, en ese sentido, nos empuja a maximizar nuestros ingresos en vez
nuestro tiempo. Nos aleja de las actividades que nos dan placer y significado
en nuestras vidas llevándonos a una arena que no nos puede proporcionar esto
—lo que Sut Jhallu llama "el mundo muerto de las cosas"», escribe
Lewis en Open Democracy.
Aún más importante es el hecho de que, en un
mundo finito, nuestro ritmo de crecimiento de consumo es insostenible.
Para el fin de este siglo, si seguimos consumiendo como lo estamos haciendo, la
economía mundial tendrá que ser 80 veces más grande —y los recursos naturales
del planeta lo sufrirán.
Además de amenazar el ecosistema, la publicidad
es parte fundamental del programa cultural de la mente grupal: una transmisión
memética que, sin aplicar un juicio de valor, nos moldea individualmente
conforme a un paradigma establecido por aquella élite que se dedica a la
ingeniería del consenso, para poder mantener el status quo. En cierta forma la
publicidad es la forma en la que la clase dominante se comunica con las masas,
una comunicación vertical, desde la cima de la pirámide electrónica hacia
abajo.
«Si entendemos el mecanismo y los motivos de la
mente grupal, entonces, ¿no sería posible controlar y regimentar a las masas,
según nuestra propia voluntad sin que ellos lo sepan? La reciente práctica de
la propaganda ha probado que es posible», escribió Ed Bernays en los albores
fundacionales de la publicidad.
La publicidad actualmente, con la industria del infotainment,
va más allá de los anuncios comerciales, penetra el contenido de la mayorías de
los programas en los medios masivos, es en sí misma el programa
dominante:
«Este programa de deseo sexual incluye todas las
cosas que se requieren para tener sexo: dinero, estatus, éxito, imagen, belleza,
estar en forma, confianza, carisma social y otros. Todas estas cosas son
deseables para nosotros de acuerdo con un fin especifico: tener sexo. La
publicidad es un recordatorio constante de lo anterior, lo mismo que el porno.
Actualmente los dos se han fundido: la publicidad es frecuentemente
pornográfica y los sitios de pornografía (al igual que los de encontrar pareja)
y sus anunciantes han inundado, literalmente, el Internet», escribe Aeolus
Kephas, en Escritores del Cielo en Hades.
El mass media, con su masaje masivo de
la psique, nos recuerda constantemente, en su fusión con la publicidad, todas
las cosas que necesitamos para tener sexo, para ser felices o para conseguir
nuestro sueños. Y de tanto recordárnoslo —la tautología que se vuelve verdad—
nos implanta una especie de memoria y deseo ajeno, donde corremos el peligro de
querer (e incluso conseguir) lo que todos quieren —y dejar a un lado el
descubrimiento y la búsqueda del individuo, que solo puede ser él mismo, en su
totalidad, si se desprende del colectivo y de la programación mental masiva.