LOS IMPUESTOS DEL RAJÁ
Había
una vez un Rajá que vivía en un palacio suntuoso, rodeado de lujos y opulencia.
Cruel y sanguinario mantenía su modo de vida exprimiendo con impuestos cada vez
más terribles y onerosos a sus súbditos que escasamente tenían para mal vivir.
Por eso, era odiado por su pueblo y cada vez vivía más aislado. Ya casi no
salía de su palacio y se la pasaba temiendo un complot, un levantamiento,
sospechando de todos.
Un
día, mandó llamar a su ministro de finanzas y le dijo: -Es tiempo de que vayas
a cobrar los impuestos anuales. -Majestad –respondió el ministro- este año la
cosecha ha sido muy mala. Las tormentas y granizadas destruyeron los sembradíos
y la gente no va a tener ni para comer. Le ruego que tenga un poco de
comprensión... -¿Estás acaso loco? –Gritó lleno de ira el Rajá-. Yo no tengo la
culpa de las tormentas ni de las malas cosechas. Si no quieres terminar tus
días en la cárcel, obedece mi orden y haz que todos sin excepción paguen lo que
deben. -Está bien –dijo el ministro- cobraremos como siempre los impuestos. ¿Y
para qué emplearemos el dinero recogido? -Siempre hay algo que reparar o
mejorar. Recorre bien todo el palacio y anota lo que necesite de alguna mejora.
En eso emplearemos el dinero.
El
ministro hizo el recorrido y vio al Rajá con el rostro sombrío y temeroso, a la
Reina carcomida por el aburrimiento, a los principitos solos y sin amigos,
deseosos de salir a corretear por el campo. Vio las intrigas de los cortesanos,
las miradas de rencor y de odio de los sirvientes y de los campesinos que se
acercaban al palacio.
Concluida
su inspección, le dijo al Rajá: -Majestad, tenía usted razón. Hay muchas cosas
que reparar y mejorar en el palacio. Voy a cobrar los impuestos y con ellos
arreglaré todo lo que está descompuesto.
Empezó
su recorrido por el campo. A los toques del pregonero real, la multitud acudía
murmurando a la plaza, juntando sus harapos, rabias y miserias. Se sabían de
memoria el discurso previo a la sangría. Pero, por esta vez, se estaban
equivocando. Casi no podían creer lo que escuchaban. Las palabras del ministro
eran una lluvia fresca que lavaba sus temores, rabias y cansancios e iba
poniendo chispas de asombro y alegría en sus ojos y en sus corazones: “El Rajá, nuestro Señor, al enterarse de
que este año las cosechas han sido muy malas, y para cumplir los deseos de la
Reina y de sus hijos los príncipes, ha decidido perdonarles los impuestos. Y no
sólo eso: Aquellos que estén pasando dificultades especiales, serán ayudados
por el tesoro real, pues el Rajá ha decidido que ninguno de sus súbditos pase
hambre o necesidad”.
Una
gran oleada de júbilo y agradecimiento fue brotando de todos los pueblos y
rincones del reino.
Terminada
su gira, el ministro se presentó ante el Rajá, que ignoraba por completo sus
medidas, a rendirle cuentas. -¿Cómo te fue? –Preguntó el Rajá-. Me imagino que
en varios pueblos habrás tenido que echar mano del ejército para obligarles a
pagar. -No, no, nada de eso. Nunca habían escuchado con tanto agrado lo que les
decía. El Rajá le miró desconcertado: -¿Y dónde está el dinero recogido? -Ya lo
gasté todo. -¡Cómo! -Sí, como usted mismo me indicó, he reparado los
principales desperfectos del palacio. Como vi que lo que más faltaba era la
alegría y la confianza, fruto de la misericordia y la bondad, perdoné a todos
los impuestos y las deudas. El rey montó en cólera, mandó encarcelar a su
ministro y se dispuso él mismo a salir al frente de su ejército a cobrar los
impuestos.
Tan
pronto apareció tras la puerta del palacio recibió un chaparrón de aplausos y cumplidos
colectivos que le dejaron desconcertado. De todos los rincones del reino había
acudido la gente a rendir un homenaje a la familia real y vio que se acercaban
unos niños con ramos de flores, con cánticos, con regalos para sus hijos, los
príncipes. Por primera vez en muchos años, en el corazón del rey comenzó a
latir la ternura y el agradecimiento, se le llenaron de emoción y lágrimas los
ojos y entendió que era posible la felicidad.
Mandó
buscar a su ministro encarcelado y le dijo: -Hombre bueno y sabio. Tenías
razón. Acertaste en remediar las principales necesidades del palacio. Eres un
excelente administrador porque sabes
convertir el dinero en felicidad. Te nombro mi administrador y consejero de por
vida. (Cuento de Malabar)